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martes, 2 de agosto de 2011

Corsarios y caballeros

Desde el siglo XVI, Inglaterra había utilizado las patentes de corso para sabotear al comercio español en el nuevo mundo. Durante el reinado de Isabel I, la época de Shakespeare, descollaron corsarios como Francis Drake y Walter Raleigh, ambos nombrados caballeros.

Raleigh fue el fundador de la colonia de Virginia en Norteamérica; Drake, campeón de la batalla en el Canal de la Mancha en la que cayó la Armada Invencible española.

El mundo se había globalizado por primera vez, y en tanto Inglaterra, España, Francia, y Holanda se trenzaban entre sí en una guerra tras otra en territorio europeo, una vasta zona emergía pletórica de riquezas. Ese mundo fue entregado, por una bula papal y un tratado, a España y Portugal.

España se negó a compartir el comercio con los nuevos territorios. El monopolio comercial fue una de las causas de aquella suerte de guerra de guerrillas naval que se prolongó tres siglos, en forma paralela a las guerras libradas en el Viejo Mundo, que a su vez devoraban las fortunas que producía América.

A mediados del siglo XVII, Oliver Cromwell -recuerda Earle - puso en marcha el plan conocido como Western Design (Designio del Oeste o de Indias) y estableció definitivamente una base en Jamaica, técnicamente territorio español. Desde mucho antes, las islas menores rebozaban de aventureros de todas las nacionalidades. En algunas había poblaciones inglesas, como por ejemplo en Barbados, Antigua y las Bahamas. La miríada de islas e islotes del Caribe era de imposible control para los españoles. El caso es que, negado durante algunos años, el corso volvió a surgir. Desde Jamaica, se emitieron patentes de corso, y uno de los principales beneficiarios de esas patentes (a veces legítimas, a veces adulteradas) fue Henry Morgan, el famoso salteador de Porbobello, Maracaibo y Panamá. En la siguiente guerra con los franceses y españoles, volvieron a emitirse decenas de patentes en Londres, incluso sin obligación de entregar un porcentaje del botín a la Corona. Si hasta comienzos del siglo XVIII el corso existía y España también, ¿por qué habría de abandonarse el sabotaje y saqueo legales en las Indias de occidente?, razonaron los ex corsarios y ex marinos de la Armada que además de sus ambiciones de riqueza continuaban alentando un odio real hacia los españoles.

La política de hostigar el comercio de España con sus colonias se aplicó siempre o casi siempre. Había una razón logística: debilitar la principal fuente de recursos de un enemigo casi permanente. Fueron más bien pocos que muchos los momentos en que Inglaterra pretendió no utilizar el corso, y cuando la Corona lo descartaba, los gobernadores coloniales lo volvían a usar.

Una y otra vez Port Royal en Jamaica fue punto de encuentro y residencia de piratas o corsarios, según soplaran los vientos de la política global. El hecho es que el corso lleva encapsulada la piratería, por no decir sencillamente que es piratería de Estado. Sin la protección de esa cápsula legal, devino en la segunda década del siglo XVIII en liso y llano bandidaje marítimo. Entonces se estableció en Bahamas y convirtió el puerto de Nassau en lo que Woodard llama "república pirata".

Fuente: Ñ Revista de Cultura - Jorge Aulicino.

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