Tal vez puede atribuirse esa fascinación, en parte, a un rasgo de estilo de los documentos oficiales, similar al que exhibe la novela de Stevenson.
Woodard ha frecuentado diarios de a bordo, cartas, órdenes, registros portuarios y aduaneros, actas de bautismo, sentencias judiciales y otros papeles de la época, sobre todo de los Archivos Nacionales del Reino Unido y de las ciudades de la Costa Este de los Estados Unidos. Los documentos son lacónicos y apenas se prestan para extraer de ellos caracterizaciones morales fuertes. Esto no impidió que en Piratas en guerra (Melusina, Barcelona, 2004), el británico Peter Earle, quien se ha basado en esa clase de documentos, incluso los mismos, escribiera: "... yo mismo soy susceptible de sentirme atraído por el encanto y el espíritu de los piratas (...) No obstante, fui educado en el respeto por la armada y mis instintos están del lado de la ley y el orden". Earle parece hablarle a Woodard, quien aún no había publicado su libro, cuando dice: "...son perfectamente capaces [los historiadores] de escribir libros serios, realistas y bien documentados sobre los piratas, aunque ello no les impida mostrar su admiración por el individualismo y el radicalismo de sus infames personajes". Y Woodard contesta, no sabemos si a conciencia, con un libro realista y bien documentado, un relato histórico en el que la Armada que respeta Earle no parece menos cruel ni más moral que las bandas piratas, en muchos sentidos; por sobre todo, revela que la Armada, que no logró capturar a los jefes piratas, fue a la vez una de las causas principales de la piratería, un caldo de cultivo perfecto.
Una sola página de Woodard, la que reproduce una lista de precios y salarios a principios del siglo XVIII, bastaría para explicar el fenómeno de los piratas en el Caribe y su borrosa ideología. Un marinero de la Armada recibía de 11 a 15 libras esterlinas anuales, menos que un maestro de escuela; un capitán de la marina mercante, 65 libras anuales. Cualquier asalto en el mar podía dejar cientos y miles de libras, en efectivo y en mercancías, sin contar el valor del barco asaltado, que a veces era robado pero otras veces no: se los quemaba, no pocas veces se los dejaba a sus tripulantes. Pero además, la disciplina en los barcos mercantes y militares era sádica; la comida, nauseabunda; y la paga se retenía con el fin de que la tripulación no abandonara el servicio al término de un viaje, pues los marinos escaseaban. El que cometía desobediencia podía ser azotado; los delitos más graves (el amotinamiento, por ejemplo) se castigaban con la horca. Los oficiales pegaban a sus hombres con bastones de ratán si no se movían con suficiente velocidad en el trabajo. Las muertes por escorbuto y disentería a causa de la pésima alimentación se cobraban altos porcentajes de la tripulación en cada travesía transoceánica. El propio Earle reconoce el autoritarismo y la dura disciplina en "algunos" mercantes.
Los datos que maneja Woodard son vitales para entender el porqué de la insistente piratería, pero también describen la enorme dificultad de mantener, por no hablar de expandir, las fronteras del imperio. Aquello era realmente muy costoso; por eso los buques de guerra estaban con frecuencia averiados e inútiles: "El clima tropical pudría las velas y jarcias y oxidaba los accesorios y anclas, y nada de todo aquello se podía sustituir con facilidad en las Antillas".
Ante las condiciones del trabajo y la milicia navales, no resulta raro que jóvenes marinos como Samuel Bellamy, Charles Vane y Edward Thatch contemplasen a Henry Avery como un héroe, dice el libro de Woodard.
Avery amotinó una flota corsaria inglesa anclada en La Coruña y se lanzó a la piratería en el Indico a fines del siglo XVII. Los otros tres fueron los principales jefes piratas de Centroamérica en el siglo XVIII. Thatch no es otro que el legendario Barbanegra, que castigó las colonias españolas tanto como las inglesas. Bellamy quería ser conocido como Robin Hood del mar, aunque no consta que haya entregado nada a los pobres; murió en un naufragio bien al norte del Caribe, frente a las costas de Massachussetts. Vane fue el postrero defensor de una comunidad de piratas en las Bahamas.
Otro dato importa para comprender el pillaje en las aguas que Inglaterra disputaba con España, y aun en sus propias colonias de América del Norte.
Fuente: Ñ Revista de Cultura - Jorge Aulicino.
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